Felices como perros | Las Provincias

2022-10-15 06:43:55 By : Ms. Sandy Lau

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Planearon la muerte del gallo durante el desayuno. Era su segundo día de estancia en la isla y el animal había vuelto a despertarles con su canto a las seis de la mañana. Todo el año levantándose a esa hora para ir a trabajar y ahora que lograban reunir diez días de asueto en la playa, el grito insoportable de aquel gallo volvía a despertarlos con los primeros rayos de sol, como un cíclico y despiadado castigo de dimensiones bíblicas. Y no había derecho, la verdad.

Así que mientras tomaban los cereales en la terraza trasera de la casa, acompañados siempre por el rítmico y desvencijado quejido del animal, discutieron cuál sería la mejor manera de deshacerse de él. La sola idea les curó el mal genio. Sobre todo cuando decidieron buscar en Google algunos ejemplos prácticos y advirtieron que su problema afectaba a un gran porcentaje de la población mundial. Había gente en todo el mundo que quería deshacerse de un gallo. Y los motivos que aducían eran tan diversos e importantes como el suyo propio. «Necesito matar a un gallo (ave) pero sin que mi tío (el dueño) sospeche. Es por el bien de mi familia», decía un chico mexicano. «¿Alguien sabe cuál es la técnica más rápida para matar un gallo? Quiero deshacerme de media docena», imploraba un jubilado portugués. «No te lo pierdas: Sacrificio práctico de aves de corral. El manual definitivo», rezaba un PDF descargable acompañado de algunas ilustraciones. Hasta un blog personal dedicado enteramente a su puntual problema: «Kikirikí tu puta madre», en el que se narraba el día a día de una historia de amor y odio avícola que ponía la piel de gallina. Dedicaron una buena parte de la mañana a revisar la literatura, sin embargo, las técnicas que se proponían en todos aquellos foros les parecieron tan salvajes que abandonaron la idea y se fueron a la playa, olvidados de todo, inmersos una vez más en esa lógica estival que consiste en cerrar los ojos, sentir el calor y notar cómo van desapareciendo uno a uno los restos de conciencia subsumidos en una suerte de nirvana hipotenso y colectivo con olor a algas y crema solar.

Pero al día siguiente, otra vez a las seis de la mañana, el gallo empezó a chillar como si de verdad lo estuvieran asesinando y ya no les dejó dormir ni un solo segundo. Hoy mismo acabamos con este problema, dijo él. Caiga quien caiga, dijo ella. Y se pusieron al desayuno con la rabia acumulada por la falta de sueño. Serían cabales y empezarían por lo más fácil. Así que a las ocho de la mañana estaban llamando a la dueña de la casa. Hemos venido de vacaciones, le explicó él con paciencia, y lo que no queremos es que el gallo nos despierte a la misma hora que el despertador cuando vamos al trabajo, siguió después, tiene que comprenderlo, el alquiler de la casa no es especialmente económico y no se puede hacer nada por ignorarlo, ni cerrando las ventanas, ni usando tapones, añadió más tarde, además es un gallo desafinado y molesto, prosiguió con un tono más alto, debería ser ilegal alquilar una casa de vacaciones en estas circunstancias, apostilló antes de acabar, vale, vale, pues si no hace nada tendremos que llamar a la policía. Y eso hizo: nada. Adujo que no tenía otro sitio al que llevarlo y que era un gallo viejo al que le tenía cariño y no se sabe qué otras milongas relacionadas con la santería y la mala suerte. Kikirikí tu puta madre, dijo él después de colgar.

Así que llamaron a la policía. Lo hicieron sin pensarlo demasiado. Quiero denunciar a mi vecina, dijo él al oír la voz del agente al otro lado del teléfono. Su gallo nos está arruinando las vacaciones... Un gallo.... Sí, un gallo animal, con pico... ¿Que si estoy loco? Y entonces, sin darse cuenta, lo que había empezado como una conversación amable empezó a transformarse en una discusión disparatada en la que se dijeron palabras como contaminación acústica o patrimonio sensorial, alquiler vacacional, libertad de comercio y capitalismo de pacotilla. ¿Cómo?, preguntó ella al colgar. Que el canto de los gallos es ahora patrimonio inmaterial de la humanidad, le explicó él. Igual que el estiércol o el toque de las campanas y que si nos molesta es que quizás no estamos en el lugar correcto. Dice que nos tendríamos que volver a nuestra ciudad, que si no sabemos vivir en el campo que para qué venimos, que estamos destrozando su comarca. Y luego me ha insultado. No me lo puedo creer, dijo ella acariciándole el hombro, deberías denunciarlo a la policía. No hay derecho, dijo él. Y se fueron a pasar el día a una cala remota en la que no cabía ni un alfiler, lo que les permitió disolver sus preocupaciones en esa desidia colectiva que consiste en hacer mucho ruido y sentir así que no estamos destinados a la muerte y a la desaparición. Y de esa forma, olvidados de todo, se les pasó el día, con su noche y su brisa fresca.

A la mañana siguiente, el gallo volvió a romper el sueño feliz de su cuarto día de vacaciones. Hoy, lo matamos, enunció el marido en estado de shock. O lo secuestramos y lo abandonamos en una carretera, puntualizó la mujer con una risa nerviosa, así no mancharemos de sangre nuestras manos. Pensarán que se ha escapado y no podrán acusarnos. Y así se decidió. Saltarían la valla a media noche. Cogerían al gallo, lo meterían en una caja y conducirían varios kilómetros. Luego abandonarían al animal a su suerte. Su vida quedaría en sus manos. Es decir, en sus patas, y sus conciencias, limpias. Así se planeó y así se hizo. Pasada la medianoche empezaron la operación. Ropa negra, guantes de látex, gafas de sol. Es la hora, dijo él. Y ella respondió con un ligero movimiento de cabeza. Vestidos como ninjas y convencidos de que la suya era una gran obra en favor de la humanidad se encaramaron a la valla de la terraza y pasaron al otro lado. Lo que no sabían es que era una obra cómica. El gallo dormía plácidamente en el corral. Pero apenas notó su presencia abrió los ojos y se puso a graznar como si estuviera poseído por el demonio y hubo que regresar a la casa a toda prisa para no levantar sospechas.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, el gallo volvió a despertarles. Esta vez -o al menos así se lo pareció a ellos- con unos cuantos decibelios de rabia añadida en sus quejidos. Ya está, lo envenenamos, dijo él. No hay otra, dijo ella. Nos quedan cuatro días de vacaciones y no vamos a dejar que este gallo nos siga vampirizando. Así que compraron veneno para ratas, lo mezclaron con pienso para aves y se lo dejaron caer en el corral. Al volver de la playa, el plato estaba vacío y no se advertía ni rastro del gallo. Se alegraron de no encontrárselo con la pata tiesa en medio del patio y se fueron a celebrarlo. Esta noche pedimos una botella de champagne y mañana a dormir hasta las tantas.

Pero al día siguiente, como si fuera una maldición del diablo, justo a las seis de la mañana, el gallo empezó a descerrajar su graznido loco a diestro y siniestro. No puede ser, dijo él. ¿Habrá comprado otro?, dijo ella. Y se apresuraron hacia la valla del chalet para comprobar que era el mismo gallo feo de siempre, el mismo animal enclenque y despelufado, sin cresta y maloliente, con los ojos inyectados en sangre y el pico seco que les había destrozado el descanso durante sus días de asueto. Es cosa de la santería, dijo él. O de las meigas, puntualizó ella. Y se vistieron rápido para intentar averiguar, sin levantar sospechas, alguna cosa más sobre la dueña de su casa. Fue así como descubrieron que era su gato amadísimo el que se había zampado el pienso con el veneno y que ahora mismo se encontraba ingresado en una clínica veterinaria debatiéndose entre la vida y la muerte. Freddy, puntualizó la dueña del colmado en el que compraban los víveres veraniegos, lo quiere más que sus propios hijos.

Al volver a la casa, a su maravillosa casa de muros encalados y buganvillas trepadoras alquilada por un módico precio en una popular aplicación en medio del invierno, la mujer y el hombre se miraron casi a punto de llorar, tristes y desolados. Da igual, dijo él. Me rindo. Y se rindió. Ella no dijo nada pero empezó a preparar la maleta con una lentitud resignada. Pensó en las fotos que le había enviado a su familia, en la alegría que les embargó cuando consiguieron el mejor alojamiento de la red gracias a su temprana reserva, en la envidia de sus compañeras de trabajo. Por lo menos las dos últimas noches dormiremos hasta que nos plazca, pensaron. Pero el sentimiento de culpa por el estado del gatito y la inminencia de la vuelta al trabajo les impidieron conciliar el sueño.

Fue al escuchar de nuevo el sonido monótono de su despertador, a las seis de la mañana, cuando el hombre y la mujer comprendieron lo que el gallo quería decirles. Una repentina nostalgia de aquel graznido atroz se instaló en sus oídos y en sus pupilas y lloraron sin lágrimas por el tiempo en que les despertaba el canto descuajeringado de aquel animalillo santo, cuando fueron dueños del sol y de la playa y de todas las horas del mundo para ser verdaderamente dichosos, felices como perros.